lunes, 18 de marzo de 2019

Esperando a Godot: Zapatos, sombreros y decadencia


«...un día nos volveremos sordos, un día nacimos, un día moriremos, el mismo día, el mismo instante...»

Esperando a Godot, Samuel Beckett

A menudo se ha presentado a Beckett como un filósofo, como un gurú del existencialismo pesimista, dejando de lado su faceta de escritor o poeta que revolucionó los géneros dramático y narrativo. Sus obras suscitan amores exacerbados u odios profundos, y quizás sea la originalidad de sus obras el punto más radical que lleva a no comprenderlas. Pero que no comprendamos el universo no es obstáculo para que nos enamoremos de su belleza. 
¿Qué puede encontrar el lector que se acerca a la obra de Beckett? Dentro de la estética de este escritor, que se consideró a sí mismo como exiliado, no falta la tragedia, la brevedad y lo efímero de la vida, la soledad, la decadencia, la "descomposición" de lo humano, la impotencia y el sufrimiento, el existencialismo y el surrealismo, todo ello bajo una vis cómica que le da un toque de humor ácido y corrosivo, echando mano de la parodia y la ironía, creando una metáfora del qué, del cómo y del dónde vivimos. Para algunos críticos, Beckett es el resultado del momento histórico en el que vivió y quién acabó convirtiéndose en el paradigma del artista escindido por la desconfianza e insatisfacción, características que destilan sus obras y la obra en particular de este análisis, Esperando a Godot. 
En su obra conviven el lenguaje y la tradición de las palabras de los grandes en forma de ecos deconstruidos y ejemplos de intertextualidad clara Pitágoras, San Agustín, Descartes, Schopenhauer, Freud, Jung, Dante, Shakespeare, Cervantes, Calderón, Milton, Swift, Sterne, Yeats, Proust, Joyce, Sartre, Kafka...
Para Beckett, la vida y la obra de arte son silencio, y ello queda patente en los silencios que adquieren una gran carga simbólica en su obra Esperando a Godot, así como las acotaciones.
Beckett introduce por primera vez en esta obra de teatro un habla vulgar que convive con una diversidad de registros, de lenguajes más cultos. Los signos de puntuación, el lugar donde los sitúa, la longitud y la sencillez en la construcción de las frases contribuyen a que el lector experimente la sensación de brevedad en el texto, sensación que contorsiona hasta el extremo opuesto cuando emplea recursos retóricos en el diálogo con Lucky.
Para un lector acostumbrado al teatro tradicional, puede suponer una ardua tarea tener que enfrentarse Esperando a Godot, pues no cabe encontrar una estructura teatral convencional, ni unos personajes comunes, ni una totalidad al uso. Para el lector-receptor la estructura se vuelve irreconocible, anti-convencional y cíclica, por no hablar de la subversión total de las categorías aristotélicas que hacen referencia a la unidad de acción con su lógica y concatenación de causa y efecto, quedando transformadas radicalmente hasta el punto de diluirse. No puede hablarse de un planteamiento, de un nudo o de un desenlace. Beckett muestra en la primera escena un árbol desnudo, aparentemente muerto sobre fondo gris de ceniza y un hombre que intenta descalzarse obsesivamente. En el segundo acto, el árbol vuelve a aparecer esta vez con una leve variación, tiene hojas, y los zapatos también están presentes, lo que nos da sentido de acción, de progresión, de transcurrir del tiempo, de repetición de hechos que no tienen lógica. Queda claro que nuestro dramaturgo irlandés refleja mediante esta imagen poética el absurdo de la vida. Beckett utiliza otros objetos que parecen intensificar y densificar la situación, la maleta, la cuerda o los sombreros, objeto este también presente en su obra Los días felices.
Los aspectos que rigen la idiosincrasia de los personajes en el Teatro del Absurdo son según Núñez (1981): la transformación repentina del personaje, como cuando Lucky se queda mudo o Pozzo se queda ciego; la intensificación progresiva, como cuando aparece el muchacho para revelar el supuesto mensaje de Godot; la inversión del principio de causalidad, como cuando Vladimir y Estragón piensan en suicidarse pero no llegan a llevarlo acabo por no tener una cuerda y porque están esperando a Godot, que nunca llega; y por último, el énfasis rítmico o emocional. El lector no encuentra un nexo lógico que lo transporte de una escena a la siguiente, simplemente encuentra un lenguaje basado en imágenes, que se repiten hasta en los propios nombres de pila, Didi o Gogo, o en el discurso que pronuncia Lucky sin freno al ponerse el sombrero de pensar, discurso y ortotipografía que recuerdan al stream of conciousness de Joyce. Así, todos los personajes parecen el mismo, se comportan y hablan casi de la misma manera, como en el caso de Vladimir y Estragón. Vladimir parece ser la memoria, mientras que el otro personaje no recuerda el día anterior. Así, los personajes carecen de individualidad, estabilidad e identidad, y al igual que la acción, es un ser resquebrajado y deshumanizado, una acumulación de situaciones.
La sensación de estatismo se comunica a través de un conjunto de imágenes, de modo que Vladimir y Dimitri acaban prácticamente en el mismo punto en el que comenzó la obra, como si Beckett quisiera transmitir al lector que nada sucede en la existencia del hombre. Que es mejor no pensar. Además, todos estos elementos se entremezclan con el psicoanálisis y el surrealismo, en una estructura en la que la escena parece sacada de una ensoñación, ya que al igual que en la forma de los sueños aparecen una serie de elementos yuxtapuestos que se suceden aleatoriamente, mediante la ambigüedad y limites desdibujados.
Así que, si quiere disfrutar de una lectura que le haga sentirse como si se hubiera caído dentro de Carne de gallina inaugural o La persistencia de la memoria, y no confía o no entiende demasiado los engranajes de este mundo, no dude en leer esta obra increíble.

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